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Náufragos y huérfanos |
Cuando se habla de poder se suele sobreentender que nos referimos al poder político. Los medios de comunicación, o al menos gran parte de ellos, alimentan ese sesgo poniendo en primer plano la actualidad política, que nutre páginas de información y opinión, y tertulias televisivas y radiofónicas. Además, se suelen priorizar en la información política los asuntos que los propios partidos utilizan en sus estrategias para conservar o acrecentar su poder o desplazar al rival, de tal modo que la actualidad política no es la de las políticas reales impulsadas por el gobierno o propuestas como alternativa por sus antagonistas. Así, la corrupción rampante se ha convertido en un asunto central en el discurso político no tanto por ser abominable sino porque en España se considera un arma eficaz en el desgaste del rival y, por ende, un potente foco de atención informativa. Consecuentemente con la obstinación de propiciar ese desgaste, ocupan un importante espacio en el debate público y en los medios cuestiones nimias, como los correos electrónicos privados que la asistente de Begoña Gómez pueda haber enviado en nombre de la esposa del presidente en horas de trabajo.
Ni que decir tiene que los partidos están encantados con este sesgo “político” de la información, pues creen que favorece sus intereses electorales. Mientras tanto, las políticas reales pasan a segundo plano cuando son lo que realmente atañe a la calidad de vida de los ciudadanos y de lo que se debería tratar.
Este estado de cosas favorece la percepción de que el único poder es el político, situando incluso al poder judicial como un mero apéndice de los partidos políticos. Pero el poder es multiforme, es algo proteico y muchas veces oscuro. Y el verdadero poder que condiciona a menudo la política es el poder económico. Hay ejemplos claros de cómo los intereses económicos determinan la realidad política y social. Detrás de las crisis sanitarias —como la de Andalucía, que afecta de momento a mujeres con cáncer de mama— y de la escasez y carestía de la vivienda —que impide la emancipación de tantos jóvenes—, se encuentran poderosos intereses económicos. En el caso de la sanidad, los intereses de la privada juegan un papel relevante, mientras que, en el ámbito de la vivienda, la especulación inmobiliaria condiciona el acceso y los precios. Se echa mucho de menos una investigación periodística que arroje luz sobre estos poderes que influyen y hasta determinan la política real.
Esta coyuntura favorece la desafección de los más perjudicados por esta forma de hacer política que prima las estrategias de poder y por ceder ante otros poderes que condicionan la vida de los ciudadanos. Los grupos sociales más desfavorecidos dejan de apoyar a los partidos tradicionales al sentirse desamparados por ellos. Y no les falta razón. La socialdemocracia gobernante hoy en España no ha sido capaz de oponerse y asiste impávida a la codicia de los empresarios que ofrecen a los trabajadores salarios cada vez más insuficientes para hacer frente a las necesidades cotidianas. Tampoco ha hecho nada para evitar o resolver siquiera parcialmente la crisis de la vivienda que tiene a la juventud en un estado de precariedad habitacional.
Pero lo más preocupante es que los partidos políticos tradicionales creen de verdad que el auge de la extrema derecha obedece a un simple problema de comunicación. Concretamente la socialdemocracia piensa que no ha sabido comunicar el calado de sus políticas sociales. Sin duda hay un problema de comunicación, como hemos señalado al principio de este artículo. Pero el error fundamental es confundir la política con las estrategias de los partidos tradicionales para conservar o conquistar el gobierno. Los problemas de los políticos no son los problemas de los ciudadanos. ¿Que luego se arrojan en brazos del menos indicado para ponerles remedio? Es cierto, pero un náufrago desesperado se agarra a un clavo ardiendo aunque queme y no flote. |
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Artículo
aparecido en:
La Opinión de Murcia |
Fecha publicación:
12/10/2025
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